Ni en los sueños más oscuros de la noche soporto las imágenes sacras, ni esa sensación de que me observan benevolentes y dolientes pero juzgadoras. Todo esto fue evocado desde aquella tarde cuando la imagen del Cristo crucificado me alentó a pisar su morada. El tragaluz rojizo bañaba su rostro con los rayos del sol que al mismo tiempo lo embellecia, pero por alguna razón está proyección me resultó terrorífica a medio pasillo.
—Lo siento, no puedo Señor, tengo mucho miedo. Huí, le di la espalda, corrí como si su presencia fuera alcanzarme. Cuando me detuve en la reja de la entrada al templo me sentí a salvo. El corazón entonaba apresurado un sosiego que me apaciguaba el cuerpo y detenía mi alma que revoloteaba cruzando la calle, como queriendo acercarse al cielo. Desde esa vez, al entrar en las iglesias me cubro los ojos con las manos tanto como cuando sin querer veo una fotografía o un video de una víbora. Tampoco puedo soportarlo, mi trauma se desencadenó cuando una noche descubrí una coralillo haciendo remolino lento en la terraceria de un cuarto que hizo mi papá con tarimas y laminas de metal. Explotó en mi pecho un terror que me paralizó inmediatamente. Cuando por fin pude hablarle a mi padre, el reptil ya se había ido. Esa noche no pude dormir, sentía que se subía por la cobija. Al otro día mis hermanos la buscaron y de pronto atravesó por debajo de las patas de mi perrita “güera” para meterse entre unas piedras. Sobra decir que por semanas tuve visiones y si de por si ya su existencia se me hacia repugnante con ese suceso terminé de detestar su existencia.
Otro miedo que enfermo mi mente es viajar, debido a un choque contra el remolque de un trailer, del cual el chófer ni se inmuto por el ligero estruendo del alcance del auto y siguió su camino mientras los demás quedábamos sin aire dentro del carro aparcado a medio camino, donde se fracturó mi clavícula izquierda, se rasgó mi hígado y terminé con las costillas rotas. Lo más aparatoso fue entrar al quirofano. Lo más preocupante es la obsesión que me atormenta de morir en la carretera, sufrimiento que me amenaza y por último esa negación que me aqueja en el espejo por las cicatrices en mi cuerpo que me recuerdan mi fragilidad humana.