Estoy convencida de que uno de mis primeros recuerdos está ligado a la música. La siento tan arraigada en mí que parece haber estado presente desde antes de nacer. Amo la música profundamente.
De hecho, una de mis experiencias favoritas es la que se vive en un concierto: sentir intensamente, sentirlo todo. Cada molécula de mi ser vibra con esas ondas sonoras. Mi cuerpo entero responde al ritmo; mi corazón late más fuerte y mi respiración se acelera. Mis sentidos se agudizan: sonrío, grito, canto, y a veces, hasta lloro. La música me lleva desde la energía más vibrante y la alegría, hasta la tristeza y la soledad más profundas.
Incluso cuando no la escucho de manera tangible, siempre hay música en mi cabeza, como si mi vida fuera una película con su propia banda sonora. Soy de esas personas que, si camina rápido, es porque lleva el ritmo de “Eye of the Tiger”.
Hay melodías tan sublimes que me dejan sin aliento; solo puedo sentirlas. Los grandes divulgadores de la música en mi vida han sido mi padre y mi hermano mayor. Mi padre me introdujo al rock, lo que creo que influyó significativamente en mi carácter, volviéndome más inquisitiva y rebelde de lo que ya era. Mi hermano mayor me enseñó a construir mi propia identidad musical, a buscar aquello que resonara conmigo y no solo a seguir sus gustos. La música es como medicina para mi mente, mi cuerpo y mi corazón. Así de esencial es la música en mi vida