Antes que nada fui viento. Aire que se merecía entre la verdura que cubría la Tierra. Suavemente recorría hojas, tallos y flores, jugueteaba entre los troncos mohosos, moviendo la hojarasca a mi paso y haciendo pequeñas olas en los estanques pletóricos de renacuajos e insectos.
Cuando me quedé quieto bajo los rayos del sol, éste me calentó y comencé a ascender incluso más arriba de los árboles más altos y dejé a lo lejos los diminutos bosques, las montañas, los ríos como hilos… y llegué más arriba de las nubes y desde ahí tenía una vista maravillosa de colinas y montañas hechas de esponjosas gotitas que cambiaban de color al rozarlas los rayos del sol y de la luna, magníficos paisajes cambiantes a cada instante con mis movimientos lentos y la danza entre la claridad y las sombras. No podía ver más abajo, todo lo cubrían las nubes y sobre de ellas las estrellas.
Pasó lento y suave el tiempo, hasta que fui arrastrado a una riña entre el aire frío que me jalaba nuevamente a la tierra y el cálido que ascendía en esa búsqueda del paraíso celestial. Fue vertiginoso. Dejé de ser viento y desperté como una gota de rocío sobre una hoja temblorosa después de la tempestad. Se distorsionaba todo lo que ya había conocido. Fue muy breve el tiempo que estuve ahí. Parte de mí se quedó en la hoja, parte de mí se desprendió y, subiéndose a las alas de un aire caliente, como antes fui, ascendí nuevamente para ser ahora parte del paisaje esponjoso e iridiscente de las alturas. ¡Cuántos viajes hice! No podría contarlos. A veces era más grande y gorda y bajaba con rapidez, otras diminuta y ligera y viajaba horizontalmente mucha distancia antes de llegar hasta el suelo. Unas veces era cálida, otras fría y dura, destrozando las hojas al caer.
Me cansé, no quise saber más. Cerré mis sentidos la última vez que bajé grande y pesada como piedra, y así me quedé: dura, inamovible, insensible, simplemente dejando correr el tiempo de los días y los años, de las estaciones y la vida que proliferaba cada vez más. Hasta que me dio envidia y quise moverme… y ver más allá… y sentir…
Y como la voluntad de ser palpita en cada molécula, un día simplemente dejé esa existencia y desperté siendo movida de lugar mientras unos dientes precisos y suaves me sostenían entre el cuello y el lomo. ¡Tenía sentidos, emociones, necesidades! Fue como pasar de una dimensión plana a otra multifactorial.
Primero, aprendí a conocer mis patas y a sacar mis garras, a sostenerme y moverme al gusto. Después aprendí a llegar primero para comer, porque si no me quedaba con hambre. Llegué a ser experta en esconderme de mi madre para que no me tuviera atrapada entre sus lengüetazos y sus zarpas, hábil para saltar y escalar rápidamente los troncos, silenciosa mientras observaba a una presa, insensible al hincarle el diente. Aprendí a emitir un sonido reverberante cuando estaba satisfecha y tranquila, a explotar toda mi energía en una carrera contra el hambre o a ser pasiva cuando no tenía energía para gastar. Siempre dispuesta para un juego con mis hermanos, siempre lista para defenderme si fuera necesario.
Días brillantes y noches obscuras se sucedieron sin ser yo consciente del paso del tiempo… Pero ahora lo soy.
Por eso ahora añoro recorrer desde las alturas y a gran velocidad los valles y montañas, cañadas y campos de sembradíos, llenándome de los olores a zacate recién cortado, alfalfa, tierra mojada, azahares, animales… y besar con un suave roce las hojas de los árboles y mecerme entre sus ramas.
Extraño el largo camino cuando caía libremente hasta formar una masa con la tierra, el cosquilleo al ser transportada por los laberintos internos de un tallo hasta fugarme, ya empequeñecida, por un diminuta ventana en la delgada hoja… la alegría de ser libre otra vez y poder ascender al mirador suspendido entre las estrellas y los millares de líneas ondulantes que dibuja la tierra.
Añoro poder echarme al sol, totalmente relajada, y la sensación de placer vibrante que crece y decrece con el vaivén de la respiración. Jugar sin miedo, salvajemente, hasta cansarme y después, sin preocupación alguna, volver a acurrucarme junto al mullido calor de mi madre.
¡Como añoro mis vidas pasadas que se arremolinan en mi subconsciente con tantos deseos imposibles!