Si de flores se trata y las pienso en un florero, mis recuerdos se van a los racimos de estrellas blancas de 6 pétalos, con centro jaspeado en verde con negro y pistilos y anteras amarillos, que se abren poco a poco en la parte superior de un largo tallo hasta alcanzar, después de semanas, a la última estrellita que se abre en la punta y se queda unos días más que sus hermanas iluminando la estancia con su blancura… estrellas fugaces contenedoras del cielo.
Florecen entre abril y mayo. Una vez que abren las primeras, no deja de haber flores abiertas en el tallo durante casi un mes, pues van floreciendo lentamente y duran abiertas varios días, hasta que se abre la estrella más alta y despide la primavera. Son de las pocas flores que no me apena ver cortadas en un florero, pues con su resistencia y duración parecen decir: “nací para alegrar tu casa”. Así como la Estrella de Belén, de la que toman su nombre, transmiten esperanza.
Es común asociar las flores a la belleza, el amor, la naturaleza y los perfumes, pero creo que, inconscientemente, las asocio a la esperanza y la amistad.
Cuando escogí hablar de flores, lo hice llevada por una emoción asociativa que surgió al mirar a mis compañeras de aventura y recorrer brevemente en mi mente el tiempo juntas y las historias que compartimos en el camino. No sé bien cuál relación encontré, pero creo que cada una brilla con su propio estilo, tiene su particularidad y guarda en su perfume el valor de sus recuerdos y experiencias. No importa en qué estación nos encontremos, siempre alguna de ellas rezumará savia y néctar, abrirá sus pétalos de sabiduría y será bálsamo en el camino.