La soledad en mi vida fue la primera amiga que aprecié desde niña. Cuando no estaba con mi familia, se encontraba junto a mi. Ella me habló de la ausencia de mis padres diciendo que todo estaría bien. Me acompañaba a la escuela cuando mi hermana no tenía clases. Se sentaba a mi lado en la butaca, en el receso, en alguna fiesta, incluso cuando tan rodeada de personas me podía encontrar.
Fue la fuerza interior qué me rescató cuando los problemas con mis padres me golpearon con noches de insomnio y lluvias interminables de desolación.
Va conmigo a todas partes. Me consuela en silencio cuando el alma no cesa el pensamiento , rebuscando entre los miedos cuestionando la vida y ésta osadía qué tienes de ser.
A veces el caos de la gente me impulsa a buscarla de nuevo, para recostarme en su paz. Siempre vuelvo a ella o más bien ella me encuentra, me aconseja que permanecer sola no es cosa buena, que me vuelva palabra, que beba un poco de alegría y que salga a encontrarme con “quien me busque y me quiera por quien soy y no por lo que le puedo dar o solucionar”, incluso la soledad me sugiere abatir esta creencia, desatarla en el olvido.
A veces también suprime la esperanza, pero la costumbre me hace venerarla inconscientemente, presente y fantasiosa.
Soledad
a este mundo llegamos siendo una de la otra,
qué no sea romanticismo escuchar mis silencios,
un día te habré de soltar…
como la hoja misma que he sido al viento…