Tocar la mano o el rostro de mi esposo y oírle preguntar ¿cómo amaneció mi princesa? Es otra de mis alegrías.
Mirarme al espejo tal como despierto, sonreírme o reírme conmigo misma por los estragos en mi cabello o cara de la noche anterior, todas esas chispas que al final forman la gran explosión .
En el día a día hay cosas que suenan aburridas, como las obligaciones, que representan pequeños logros en los que hallo placer.
Tender mi cama, abrir las cortinas, prepararme algo que se me antoja aprovechando los recursos con los que cuento es una gran aventura, llena de colores, olores y sabores que suma en mi día.
Sumergirme en el agua tibia que empapa de golpe mi cuerpo mientras se desliza a través de la alberca en la que sepulto ansiedad y preocupación mientras sigo las indicaciones del coach miel que siempre tiene una sonrisa, palabras de ánimo y alguna broma o anécdota hacen amena la rutina.
En el trayecto a la clase busco ávidamente lo extraordinario en lo que parece insignificante, lo que parece tan cotidiano que ya nadie observa, el cielo, la tierra, las nubes, los insectos, las diminutas flores,el trinar de las aves, las ocurrencias de los niños, minúsculas plumas flotando en el aire, el polvo levantándose junto a la hojarasca en grandes remolinos, ratones o codornices de campo atravesando estos terruños en los que aún tengo la fortuna de contemplarlos.
Las mañanas de señoras con mis amigas en las que hablamos de todo y nada, siendo cómplices y consuelo a la vez.
Las horas que parecen minutos embebida en lecturas que me cautivan secuestrandome de la realidad y el tiempo.
Los momentos eróticos que comparto con mi esposo y que abonan el huerto sagrado de nuestra relación.
Todo eso que en conjunto hace que me repita que sí que vale la pena vivirla.