Vivía en una especie de fortaleza rodeada de grandes murallas y un eunuco que la protegía.
El mundo lo conocía a través de lo que ávidamente leía.
Podía devorar libros en un santiamén, con los que viajaba por sitios inimaginables, casi podía deleitarse saboreando exóticos platillos, explorar rincones, platicar y conocerá su gente, comprender las verdades que se gritan pero no se escuchan y que otros tantos se callan y todos conocen.
Por las tardes solía tocar su flauta de barro que le obsequiaron en su cumpleaños 40.
Sonidos angelicales salían por su ventana llegando a oídos de los fustanes que estando en sus madrigueras ideaban la forma de atravesar las murallas y hurtar el instrumento de tan embriagadoras melodías.
Su bien más Preciado que la conducía a remansos de paz haciéndole por momentos olvidar su clausura en la jaula de oro.
La vida ahí no era fácil, pero sí segura.
No arriesgaba, pero tampoco ganaba.
Una mañana de tantas la inquietud la acosó latiendo más fuerte que nunca, ideó un plan que nadie le echaría por tierra.
Tomo un par de prendas, la flauta, un espejo, un cepillo y una esponja, con eso en su mochila emprendió la huida.
En la pequeña grieta de la fortaleza rascó con su peineta de carey rápidamente la pared de arcilla cedió y antes de escapar escupió en la superficie de su cama, cada uno de estos escupitajos respondería cuando la llamaran.
Lo siguiente era la gran muralla que parecía impenetrable, pero como todo también tiene su punto de quiebre. Había una enredadera de flores de alcafer que llegaba casi al suelo y le permitió escapar, lo hizo velozmente antes que el eunuco notara su ausencia. Él de cuando en cuando le gritaba y los escupitajos respondían: mándeme.
Descendió con éxito y del otro lado estaba el bosque más maravilloso que ni las historias de sus libros hubieran podido describir.
Había hongos de todas clases y tamaños, con vistosos y refulgentes tonos un roció fino cubría todo y la niebla enigmatizaba a más el lugar, un sueño del que no quería despertar.
Los escupitajos se estaban secando hay la voz también, el mal presentimiento del eunuco lo hizo entrar y horrorizarse al ver que ya no estaba sabiendo de antemano el funesto fin que a él le esperaba.
Una comitiva real salió a todo galope en su búsqueda.
Al darse cuenta ella echó mano de las herramientas que llevaba. Aventó primero el cepillo, e inmediatamente el camino se tupió de arbustos con espinos, permitiéndole ganar terreno.
Corría y se sentía tan libre, ligera con su cabello ondeando al viento y a la vez tan frágil e indefensa.
Sintió que la alcanzaban y echó mano de la esponja y tras de sí se formó un gran pantano que impedía el paso de los que venían tras ella. Tomó un descanso, lo necesitaba.
La noche le sirvió para conectarse con lo que pasaba y pensar en lo que sucedería, la mañana siguiente vislumbró al grupo que férreamente la seguía.
Ahora más que nunca tenía más claro su objetivo, echó mano de su último recurso, el espejo.
Lo colocó en el suelo y al instante se convirtió en un denso lago que impidió que la alcanzaran, continuó su travesía hacia el nunca jamás ese lugar que describían sus libros con ese arcoíris circular permanentemente como un sello sobre el cielo.
Por fin estaba ahí para inspirarse, llevar la vida sencilla ser ella en toda la extensión de la palabra, construyó su propia vivienda sustentable en la comunidad perfecta con la armonía y equilibrio que soñó durante todos esos años.
Todos los días componía una melodía distinta que de su flauta escapaba como delicada fragancia.