Me han tachado tanto de déspota y grosera que he terminado por autonombrarme:
“Híbrida explosiva”, una mujer de semblante robótico con un corazón bombeante de sensibilidad que muy pocos conocen. Los que sólo ven mi coraza metálica se han quedado con esa sensación de mis descontroles iracundos, pues me rigen de manera automatizada. No los culpo. Ni siquiera yo puedo contenerme, con esa presencia que los aleja y que se presta a que me juzguen. Tampoco soy una víctima. Sé de todo aquello que me supera la paciencia y la aceptación y que los perjudica, y procuro en la medida de mis capacidades electrónicas y mecánicas, ser humanamente pasiva y tolerante, muy a pesar de la otra falla que enferma mi sistema de manera tardía y sorpresiva:
Las descargas masivas de ansiedad. Este virus se aloja en la aorta de mi corazón y se expande de la tráquea a mi cerebro, que considera conveniente trastornar la realidad y acercarme con los escenarios imaginarios más catastróficos a un futuro más que desesperanzador.
Mi ira fue programada para ser expulsada frente a situaciones de injusticia y para rechazar la naturaleza y autenticidad de las demás personas que en mi raciocinio cruzan esa línea de lo que considero correcto, viable y normal en torno a mi.
La ansiedad es una falla de origen biológico que atrofia mis escasos avances de resiliencia y que se vuelve la protagonista de las escenas de suspenso que me paralizan cada ciertos meses o en situaciones estresantes. Todo esto a veces hace que colapse mi sistema operativo y se active el botón de lenguaje altisonante que lo único que pretende es actualizar los datos de mi computador emocional; y últimamente mis lagrimales se activan de manera preventiva para no convertirme en una amenaza, aunado a la búsqueda de la soledad donde pueda detener el corto circuito que me incendia las ramificaciones sanguíneas y donde se pueda restablecer mi memoria a través de la redacción de lo que en ese momento está imperando en mi sistema.