Adriana siempre había deseado ser escritora. Cada noche, antes de dormir, imaginaba sus libros en las librerías, soñaba con firmar autógrafos y recibir premios literarios. Sus deseos eran grandes y soñaba con ellos. Aunque siempre estaban en su mente esos deseos, en la realidad permanecían intactos, como nubes inalcanzables en su cielo interior.
Una noche, después de un largo día de trabajo, Adriana llegó a casa, besó a su amor, acarició a su gato y miró su escritorio. Estaba lleno de cuadernos con primeras páginas comenzadas, llenas de párrafos sueltos e ideas nunca terminadas. Había pasado años deseando, pero nunca había querido realmente escribir.
Esa noche fue diferente. Por primera vez, Adriana no solo deseó, sino que quiso. Sacó un cuaderno nuevo, lo abrió en una página en blanco y escribió su primer compromiso: “Escribiré una hora cada día, sin importar qué”.
No fue fácil. Algunos días escribía entre el cansancio del trabajo, otros de madrugada. A veces solo eran párrafos sueltos, otras veces páginas enteras sin importar que tuvieran o no sentido una con la otra. Pero nunca dejó de cumplir con escribir una hora al día.
Los meses pasaban y comenzó a nacer una novela. Escribía cada vez mejor. Sus ideas se hilaban más y parecía que los personajes cobraban vida y le dictaban al oído lo que querían decir. Un año después, ella terminó su primera novela. No era perfecta, pero era suya. La había construido con voluntad, no con deseos.
En la dedicatoria escribió: “Los sueños no se alcanzan, se hacen”.