¿Qué me limita? repetí en mi mente por varios días. Por las noches, al cerrar los ojos retumbaba la misma pregunta sobre la mente aparentemente cansada. Lo que veía antes de perderme en el sueño, eran geometrías luminosas —ahogándose en la profundidad de su belleza—. No hubo respuesta alguna, yo misma me limitaba. Me iba por caminos de niebla a vivir mis vidas paralelas y secretas, de la mano del subconsciente. Me olvidaba de responderme con total honestidad.
Marzo llegó con oleadas escandalosas. Al lado de la ventana, donde tomaba el fresco, descanse la vista unos minutos y la pregunta brotó con todo y su respuesta. Se trataba de mis voces reverberando en el silencio que se consigue cuando no piensas en nada.
Es la nostalgia por el pasado irremediable algo que me limita y me parece que de tanto repasarlo he comenzado a olvidar detalles de mi historia. Las imágenes se van volviendo borrosas, resumidas. El sentimiento de tristeza que se antepone ante ellas, a veces se aviva, otras se rememora como una pequeña incomodidad en mi ser y en estos últimos años se ha acrecentado durante mis crisis emocionales; borra los objetos, los rostros y las voces de mis recuerdos. Me queda revivir las situaciones congeladas que aparentemente no me habían causado daño, en un supuesto por tener la creencia de que habían forjado un ¨carácter fuerte¨, una “valentía sobrevalorada” y un “aprendizaje de superación a medias” e insuficiente para hablarlo sin dolor, sin llegar al llanto.
Abierto el diálogo de mis entrañas: Una de las piezas que conforma mi ansiedad es el “miedo al futuro¨. Se impone, pero en realidad soy yo entregándole mis pensamientos intrusivos. Él los proyecta en una nube ficticia de desgracias. Busco nobleza con mis latidos acelerados, el ahogamiento de lo inexplicable y las sensaciones de mi muerte inmediata, repentina. Al final no sucede nada, a manera de regresar a la calma hundo el dedo índice en las aguas turbulentas y todo pasa. Se concreta una película de suspenso que ha visto la salida al final del túnel en la última escena.
Trabajo con la desilusión. Espero más de lo que ofrezco, espero de los míos lo que yo daría, siempre lo mejor. Termino despidiendo con resignación todo aquello que no llegó, lo que no recibí. Busco convencerme de alegrarme por lo que dí en una forma de consuelo y como remuneración, pero hacerlo me sabe a “no me quieren, estoy sola”.
Otra parte que flota en un umbral obsesivo es el “miedo al fracaso”. Terminar los días en una vida vacía, sin dirección, sin un propósito claro, sin amor, sin dinero, sin felicidad, sin salud. De ahí se desdobla otro de mis miedos, el “no puedo”, aunque sepa que tengo la inteligencia y las capacidades para hacer cualquier cosa.
Podría alargar la lista de mis restricciones más personales, pero he señalado las que me provocan más ruido mental, más imposibilidad física, más barreras en el entorno familiar, social y laboral. Todas las que me han tenido en una especie de sometimiento que a veces me hace creer que este mundo y su experiencia se trata de una “cárcel del miedo”, una sustancia inyectada en la memoria del ADN, un trauma en el subconsciente, un arraigo que va mutando de generación en generación dentro del núcleo donde naces, te programan y tienes muertes emocionales constantes.
Pienso que quizás, el día en que cuente de nuevo mi historia será sobre la cúspide de la resiliencia, sino absoluta, muy significativa.