Aún tengo tiempo para vivir,
aunque el pensamiento diga que no.
Aún queda tiempo para leer,
para escribir,
para saborear el café.
¿Por qué siempre persigo al reloj?
A veces solo se necesita un freno,
un respiro, un silencio.
Tengo prisa por comer,
por vivir, y no vivo nada.
Me queda la sensación de vacío,
de culpa, de desesperación.
Los años vuelan,
los días se apresuran,
las horas no me esperan.
Me canso de correr,
de no sentir,
de no hacer nada.
La casa está infestada de abandono.
Me descubro solitaria,
sucia, desaliñada,
con el sobrepeso de la vergüenza,
con el hastío de mi brújula,
sin dirección.
Escribo,
y no me soy suficiente,
no me perdono.
No veo una calle iluminada
en la ciudad que amo, para volver a nacer,
para volver a escribir
con más consciencia
y pasión.
Recorro el viento con la mirada.
Me diluyo en la mañana
con todo mi corazón.
Dejé de ser huérfana del arte,
del olvido.
Vivo sin ser invisible.
Rompo los patrones del sol,
destruyo el pesimismo,
refuerzo el aliento creativo,
hincho mis venas de alegría para agrandar mi ego,
para florecer mi autoestima.
Soy fuego en el cielo,
soy canto sin tregua.
Saco la poesía
antes de que ella
me descubra como poetisa,
escritora de la emoción,
o me diga con franqueza:
dedícate a otra cosa,
persigue otras estrellas,
el verso no es para ti,
mejor dedícate a contar historias,
a narrar dolores, traumas.
Dedícate a provocar la prosa poética
sin ninguna intención.
Dedícate a nombrar lo bello,
a partir los sueños.
Vete y no vuelvas a buscarme.
Un tic tac se escuchó en mi pecho;
es ese miedo que huele a vainilla.