Lyla quiso hablar de lo que le hace falta. Ha vuelto a salir en busca del amor. Cuando se acuesta, cierra los ojos y ve dentro de ella. Busca que el manto celestial la rescate. Solo encuentra ausencia y silencio, fuego y rencor. Después divaga en los sueños y tampoco halla respuesta.
Lyla tiene quienes la quieren y se preocupan por ella, pero desea fervientemente que el amor la habite. Ya no quiere sentirse como un monstruo. Anhela mirar con amor a los demás y aceptar que no la quieran como ella espera, como se lo merece. Busca que el amor la envuelva antes de que sus palabras sean como navajas que no pueda detener; la chispa que silencie sus gritos y sus ofensas. Quiere amar de verdad, con paciencia y bondad, como su abuela paterna: un amor en tiempos de violencia. Amor que perdona, sostiene y cura. Amor que endulza las palabras y entibia las manos y los abrazos. Ese amor que no juzga, que no abandona, que protege.
Yo te contaré la historia de su abuela paterna. Érase una vez una mujer con la fuerza interior latiendo en sus venas. Una mujer inteligente y sensata que daba golpes de ternura y se distinguía entre miles por su bondad y nobleza. Repartía pedacitos de amor en cada plato de comida. Su cariño se mezclaba en el té de limón. Esparcía sus caricias en cada tortilla hecha con sus manos. Podría decirse que era la mujer más paciente del mundo. A veces Lyla siente que su abuela la observa desde algún rincón del tiempo. La escucha en susurros que le advierten: no seas como tu abuelo, traza otro camino, sálvate de repetir este infierno. Entonces Lyla lo piensa mejor, y el recuerdo de su abuela le suaviza los rasgos y le tranquiliza las sienes. Escucha mejor sus silencios, y el amor que la habita le brota desde la raíz.



