Con mi pluma, en medio del duelo por mi perrito Darwin, hablo de tristeza, de contención, de vínculos, de fe y de esos días en que una se salva palabra por palabra.
Tal vez tú lo necesites leer hoy. Tal vez también estés aprendiendo que pedir ayuda no es el fin del mundo, sino una forma de sostenerse.
¿Tips para sentirme bien? Yo tengo una forma muy dramática de abordar la tristeza: la exprimo hasta que no queda rastro de ella. Escucho canciones tristes —he notado que de abandono—; es mi manera de abrazarme, de sentir que mi emoción es válida, aceptable. Ahí, envuelta en victimismo y desolación, recojo pedacitos de consuelo. Así aprendí —y a veces aún me aferro— a regularme. Pero la psicóloga dice que eso no está bien. Y creo tiene razón.
Mi niña herida se siente mejor cuando acude a sus hermanas de tinta. Sus palabras me reconfortan, me dan otra forma de mirar el dolor. Y aunque a veces prefiera aislar me y crea que, al final, soy solo yo luchando contra mis demonios, saber que están ahí me alivia.
Sé que tengo el apoyo de mis padres y hermanos, pero sigo aprendiendo a pedirles ayuda. Me cuesta más mostrarme vulnerable con ellos, quizá porque somos hijos de la misma soledad, de la misma herida. No me gusta incomodar los. Pero estoy aprendiendo que, al decirles “estoy triste”, el mundo no se derrumba. Al contrario: se fortalecen mis cimientos y salgo más rápido del hoyo.
Escribo hojas y hojas sobre la pérdida que estoy sufriendo: la muerte de mi hijo Darwin. Nombrar el dolor de su ausenciame ha consolado de cierta manera. Darle espacio al duelo, dejar que la tristeza fluya sin juicio ni armaduras, me ha devuelto algo de paz frente a su partida. Con su adiós me he unido más a Vane. Me siento escuchada y comprendida por ella. Pienso en lo que significó la luz de Darwin en nuestras vidas. Pienso en lo que él me enseñó, y que hasta ahora comprendo.
Aún tengo dudas, culpas, amor y mucha tristeza. Pero sé que la tormenta va a pasar. No sé si en unos meses, o nunca. Por ahora, soy compasiva conmigo y con lo que estoy viviendo.
Ir a casa de mis padres me hizo sentir mejor. Decirle a mi madre “estoy triste” me aligeró las penas. Sus respuestas —“siempre sufres por los animalitos”, “ya no estés tan triste”—también me consolaron. Y ver cómo se le inundaban los ojos cuando le di la mala noticia. No me abrazó como yo esperaba, pero sus palabras fueron como un abrazo.
Lo que me digo en los días grises:
Abraza la emoción, siéntela, dale nombre y acéptala.
Escribe hasta que te canses sobre lo que en ese momento te duele.
Acércate a las personas que te quieren.
Escucha música —no necesariamente triste ,no necesariamente alegre—.
Si te es posible, déjate envolver por la belleza de la naturaleza.
Haz un ritual si necesitas despedirte.
Quédate en silencio si el cuerpo te lo pide.
Busca una señal de aprendizaje, un brillo de calma.
No te juzgues por sufrir:
abrázate y sé dulce y compasiva contigo. Tal vez te sientas sola y veas la vida derrumbarse, pero siempre puedes empezar de nuevo.
Date tu tiempo para sanar, para levantarte.
Y no pierdas la fe. Y si no hay fe, busca la esperanza.