Cada día subo a la azotea para maravillarme con su sonrisa etérea. Algunas veces es de noche y logran verse algunas esferas brillantes de belleza literaria. Otras tantas la luminosidad va penetrando la atmósfera y lo que nos alumbra se transforma en color fuego y violeta, claramente se asoma como si él mismo fuera un mar que se suspende de un cielo que se encuentra mas arriba, ahi a donde creo que suelen llegar mis repetitivas oraciones, el anhelo constante de aquello que no tengo, de lo que me fortalece para continuar, para subsistir, para permanecer, para cualquier cosa que sea la vida. Sentir el acercamiento de mi alma con el universo, con el Dios que duerme en el interior de mis cuestionamientos, sentir el flujo de conciencia que escala por mi corona de girasoles. Quizás sea una visión de alguna de mis vidas pasadas que recorre el espacio como brisa cegadora de misterio turquesa. Vivir el cielo, romper el tiempo para desbullar su metáfora. Mi pensar vuelca a escribir mi nombre, en su pócima natural celeste, como esa fuerza de la mareta en la que abre su significado. Una mirada más para abalanzarme a través de su fotografía orgánica y absorber la alineación de los planetas sobre mis sienes. Cuando la llama solar preña el horizonte de su inmensidad, en mi piel se trazan constelaciones como senderos sobre las venas, se unifican una a una y desembocan en forma de rosa por mi hombro izquierdo debajo de la clavícula.
Explanada celeste
