Cada árbol es hermoso, embellece el paisaje con sus ramas abiertas al tiempo, a la alegría y a la vida. Me gustan sus hojas meciendo la brisa por la mañana cuando les observo desde la ventana del autobús. Me gusta adentrarme al bosque con la mirada, para trazar un camino al alma en conciencia de sus raíces y su savia.
Y abrazar el recuerdo del ficus qué hace muchos años mi padre llevo a la casa. Un árbol de tronco trenzado con sabiduría amarilla, salpicada de esmeralda.
Alguna vez a mis once años medite a la vera de su sombra, para hablar con un ángel en el tenue silencio del aire que acariciaba la manifestación de su palabra.
Aún escucho la ligereza de ese instante al medio día acercándose a la corona del árbol, sembrando setenidad en mis sentimientos.