Esa mañana, en la calle, las sombras de las casas comenzaban a despertarse con el sol, que ya iluminaba suavemente las banquetas con el calor de sus cabellos. Doña Bertha tocó a la puerta de mi casa:
—Doña Fernanda, buenos días.
—Buenos días Doña Bertha.
—Quería pedirle un favor…
—Qué se le ofrece
—Que si no me presta tantito a su niña, para que le haga compañía a Omar, en lo que vamos a un mandado con mi esposo.
—Si, Doña Bertha.
Acto seguido mi mamá me llevó a la casa que estaba en la entrada de la vecindad y me dijo:
—Aquí te vas a quedar un ratito mija, para que el niño no lloré.
La casa de Doña Bertha era de una sola pieza, como un corredor donde se vendían cosas para el hogar. Al fondo estaba una mesa con unas tazas amarillas de plástico, la estufa y la alacena. En la entrada, de un lado estaba una cama matrimonial y del otro una cama individual, dos cajoneras y varias cobijas dobladas.
Omar era alto, de cabello puntiagudo como las estrellas, su piel como de chocolate y de presencia infantil; demasiado crecido para tener seis años.
Antes de que Doña Bertha se fuera, me dió un yogurt de fresa y le dijo a Omar que sacara sus juguetes para jugar conmigo. Omar vacío un costal con los juguetes más bonitos que yo hubiera visto nunca, jamás, en toda mi vida. Pero uno en especial llamo mi atención:
Era un árbol de copa redonda, con una puertita en el centro del tronco y césped a su alrededor. Omar lo sostenía con sus manos emocionado y cuando lo puso en el suelo y apretó un botón, la copa del árbol se abrió y quedé maravillada al ver que se trataba de una casita con muebles, un muñequito, una muñequita y un perrito. Pronto Omar me dijo cómo abrir la puertita para usar el elevador secreto de la casita del árbol y se puso a jugar con sus carritos mientras yo continuaba maravillada jugando con este bello juguete. Me dieron ganas de llevarlo a mi casa pero pensé en que Omar se hubiera puesto muy triste. El tiempo se me hizo demasiado corto. Cuando Doña Bertha regresó con su esposo me llevó con mi mamá de inmediato. Yo me quedé con ganas de seguir jugando.
Meses más tarde Doña Bertha y su familia se mudaron. Y se llevaron además de sus cosas, la casita del árbol que tanto me había gustado.