He de confesar que oído musical nunca he tenido, ni talento para tocar algún instrumento.
En mi infancia por órdenes de mi abuelita tocaba el plano que en cada sesión empapapaba de tanta lágrima. Ella me insistía que por mis dedos delgados yo debía ser pianista, que ese era un adorno para las mujeres. Solo que no se daba cuenta que ya estábamos en otra época.
Su padre era músico, tocaba por el mundo y sus hijos también seguían sus pasos musicales.
Mi tía, su hija sí llegó a tocar en conciertos, yo a duras penas tocaba los changuitos.
La flauta es algo que si me gustaría aprender. En mi cumpleaños 40 me compraron mis hijas y esposo una flauta prehispánica que aún no dominó pero que me gustaría.
Estoy convencida de que las buenas melodías hacen casi tocar el ciel, parecidas a las notas que antes de un buen orgasmo.
Me gusta cantar mientras conduzco, me desarma la tomadora de Los Ángeles, pero de Los Ángeles azules y de Charly.
La música es como iluminar un prisma con un rayo de sol y disfrutar de una gama de varias tonalidades de acorde a cada gusto. La música a mis oídos es como una caricia de lo amado; resuena en los recovecos de mi martillogenerando ecos en mi cerebro, transportándome a maravillosos lugares de inesperados matices que en ocasiones necesito subir el volumen para lograr una mejor acústica o bajar la intensidad de mi ya de por sí acelerado sistema en el que suelo casi siempre estar.
Los changuitos
