Veo a mi niña.
Sus momentos de juego están teñidos de colores silentes, sus palabras sostenidas del miedo. Es una muñeca guardada en la soledad de la casa, de alegría espontánea, con los cabellos de chocolate y una mirada profunda. Tiene mucho por decir y por preguntar, pero no hay quien la escuche. Suele observar la vida y la describe a través de la intuición. De vez en cuando sube hasta las estrellas y se columpia desde un sinfín de diálogos internos y flujos de conciencia congelada. Se desliza por la resbaladilla para interpretar el viento, la sensibilidad que la desborda y esa extraña nostalgia que tampoco entiende.
Una bendecida mañana, mientras hojea un diario, entiende lo que dice el encabezado. Se pregunta cómo dibujaron cada letra. Los brazos de la escritura la invitan a revolver el mundo, revolucionando su forma y su sentido. Despiertan, de manera inconsciente y sigilosa, sus pliegues vocales. A partir de ahí, lee todos los objetos que tengan letras. Se siente acompañada por los grafemas castellanos y los enunciados que arma como un rompecabezas.Su madre siempre está ocupada con las labores de la casa, específicamente lavando la ropa. Mi niña existe en medio del sonido del agua que cae de la llave, en el mutismo de la espuma del jabón sobre la ropa y en el interés de su progenitora por dejar limpia cada prenda. Subsiste solo cuando a su madre se le olvida el cloro o el detergente. Entonces, la llama con un grito y ella se acerca rápidamente. Sus palabras son como tropiezos, como pasitos dudosos en el pasillo sosegado de la vecindad.
Su padre olvidó notar la presencia de la infante. Ella lo recuerda vestido de ausencia y lejanía. Aguarda su llegada desde la ventana, donde admira el adiós del sol entre claveles rojos. Su papi tiene fuerza en su rostro, una raíz lunar en sus pupilas y trazos tibios en sus manos, que no le hablan con ternura ni le dicen su nombre. Tal vez él tampoco tiene las herramientas para comunicarse. Quizás apenas puede mantenerse cuerdo, presente en una realidad en la que se salva a sí mismo, y en la que ni ella ni nadie tiene cabida. Por eso lo persigue con la mirada. Se sujeta de su sombra para que él voltee a verla. Lo escucha atenta, en la espera de una caricia, de una simple sonrisa. Ama a su padre, pero no sabe cómo decírselo ni cómo abrazarlo con el mismo fulgor con el que la caligrafía la contiene en los libros de lectura.
La pequeña ha empezado a imaginar las vocales en el cielo. Su aliento balbucea sílabas que se dispersan con inocencia. La remontan a recordar sus otras vidas, a cómo interpretaba el origen, el tiempo y la naturaleza, con las yemas de los dedos sobre la tinta más antigua, con el color arcilla impregnado en las rocas. La memoria para redactar está ahí. La misión es abordarla, escuchar los ecos que buscan salir de su cuerpo y plasmar lo que necesita decir, sin incomodar a sus ascendientes. Lo compara con la prosa de El principito, con Platero y yo o con el cuento mitológico de El rey Midas.
Es una noche gélida. La chiquilla se encuentra sentada en un rincón de la cocina. Tiene en las manos una libreta de forma italiana, amarillenta y desgastada. Al final de ella escribe, con grafito, una frase corta que evoca un pensamiento angustiante: “Mi hermana le hace daño a Mamá.” El lápiz se desliza mágicamente de arriba hacia abajo, con una suavidad agradable. Siente la brisa de un beso en sus sienes. Nace por segunda vez. Sí, la tarde que la escritura le dio a luz, su hermana escupía brasas de ira contra mamita. El olor de la comida se mezclaba con el fuego de la tensión. Nota tristeza y dolor en el semblante de su madre. Escribió a modo de escape. Plasmó su incertidumbre para protegerse y detener la discusión, para expresarse en la más alta frecuencia espiritual. Ahí descubrió el don y el significado que habitaba sus células.
Al escribir, encontró su voz. Fue salvada del encierro de su casa. Dejó de ser la niña invisible. Coloreó de amor la sonoridad. Los aromas se tradujeron en figuras literarias y sus ojos hablaron del universo. Ya no está sola: se siente viva y valorada. Ha decidido reescribir su historia desde el campo de girasoles donde ahora juega. Comprende que lo más importante en la vida es escuchar tu voz interior.