Deja que te cuente uno de los días más felices de mi vida:
Son cerca de las seis de la tarde de un jueves de agosto hace unos diez años. Como cada semana, en ese entonces, fui con mi esposo al Autódromo; él a correr y yo a patinar. Llegamos a la pista. Me pongo los patines mientras él hace calentamiento. Nos ponemos audífonos y damos play mientras nos damos un beso antes de que cada quién haga sus dos vueltas.
Ahí iba yo deslizándome sin prisa sobre el asfalto cuando de repente comenzó a chispear. Muchas de las personas que estaban ahí comenzaron a salir de la pista. Mejor para mi, pensé.
La lluvia comenzó a subir de intensidad lo que hizo que casi de un momento a otro la pista quedara completamente sola desde mi punto de vista.
Seguí patinando sintiéndome más feliz con los ojos llenos de agua que no era mía. Sintiendo frío afuera pero una paz y un calor en mi interior que me hicieron sonreír todo mi camino. El aroma de la lluvia sobre el asfalto era como perfume que hacía una combinación perfecta con la canción de Depeche Mode que sonaba en mis oídos. Parecía un sueño.
Amé ese momento y todo lo que me hizo sentir. Ahora cada que quiero o necesito ir a mi lugar feliz voy irremediablemente ahí. A esa pista que quería durara para siempre.
Siempre daba dos vueltas pero al completar la primera vi a mi esposo en el punto de encuentro y aunque quería seguir me detuve donde él y regresamos a casa.
Me encanta la soledad y he vivido con ella muy bien desde muy pequeña. La soledad me da oportunidad de hablarme y conocerme mejor. De leer, jugar, escribir, escuchar música o solo mirar el techo sin saber de algo en particular.
Aunque amo la soledad no me imagino mi vida completamente sola. Para mi la compañía perfecta es un perro y mi pareja. A él también le gusta la soledad y la mayoría de las veces estamos cada uno haciendo lo suyo hasta que llegamos al punto de encuentro.