Un día cualquiera siendo pequeña mi abuela paterna -que era ciega y vivía con nosotros desde que yo recuerdo- me llamó a su habitación y me pidió que le describiera un cuadro que tenía en la pared. Era un cuadro al óleo, viejo, oscuro y que tenía muchas escenas del infierno.
– Hay unas personas quemándose, dije tímidamente.
– ¿Y qué más niña? dime todo lo que ves
Así me hacía describir a cuanta persona atormentada había en el cuadro. Quemados, ahogados, ahorcados, latigueados por demonios, hombres con patas de cabras y cuernos, pedazos de cuerpos sobre inmensas rocas… un verdadero infierno.
– ¿Y sabes por qué están ahí todos ellos?
– ¿Por malos? dije titubeante
– No. Por pecadores. Eva se comió la manzana del conocimiento y nuestro señor el altísimo se lo había prohibido. Por su culpa todos nacemos con el pecado original. Tu ya estás en el infierno niña, pero puedes salir si no cuestionas a nuestro señor, a tus padres y a mi.
– ¿Por qué el conocimiento es malo?
– Por que te hace dudar del señor y sus misterios.
Desde entonces, como si de un reto se tratara, para mi la vida se convirtió justo en la búsqueda del conocimiento. Quería saberlo todo y dudar de todo lo que sé.
Me sé viva, más que sentirme viva. En realidad la vida no me pregunta si la quiero. Está ahí. Me hace respirar sin que lo note, hace que mi corazón no pare de latir en mi sueño más profundo y nada de la vida tiene que ver en realidad conmigo. Sé que estoy viva y soy una irremediable pecadora de origen.
Aprender, leer, preguntar… sobre todo preguntar. Yo busco todas las manzanas de todos los árboles que me encuentro. Eso es la vida: conocer, saber, aprender.
Leer me ayudó a “salir” del lugar donde nací sin moverme. Fueron mis amigos y refugio mental y emocional. La vida es todo menos aburrida. Podrías vivir millones de años y aún así ignorar casi todo lo que hay y existe. Es hermoso.
Quizá exista un infierno y tenga un ardiente lugar para mí, pero de cualquier modo, ya había nacido con el ticket, qué más da.