Solía tener una especial fascinación por los pavorreales, consideraba que era el animal más precioso sobre la tierra.
Aunque injusto por el hecho de que en éste caso en específico los machos deban ser los atractivos.
El azul verdoso y tornasolado en su plumaje del cuello el coqueto penachito compuesto por 5 minúsculas plumitas que coronan su cabeza y que sólo en vida lucen, pues si muere y les es arrancado se convierte en nada, su belleza se esfuma así etéreamente.
La cola que soberbio abre cuál abanicó al viento, ondeando el plumaje, sabiéndose admirado y nunca igualado.
El caminar de postura erguida, que embelesa a cualquiera, el capricho que obedece voltear y admirarlo en su desdén, en su gloria, que a un aleteo de distancia es capaz de deleitar la más exigente pupila.
Pero como en todo, hay una parte oscura. Tras bambalinas basta con mirar hacia abajo y ver sus horribles patas, lo digo y siento que me he quedado corta al compararla con sus primos carroñeros los zopilotes. Eso me hizo desertar en el deseo de ser un pavor real, además de que no vuela ni volará, lo cual es un tiro de gracia.
Es de sabios cambiar de opinión, me vuelvo a quedar con un ave.
¿que por qué un ave?
porque vuela, porque representa libertad, porque es ligera, por su belleza y magnificencia.
Tengo la fortuna de conocer un quetzal, en el zoológico de Chiapas, me quedé prendada desde que lo vi. A pesar de la cautividad de la que era presa, el ave y yo misma nos fundimos en una especie de complicidad, ella frente a mi, encerrada en una jaula en la que no cabía ni mi dedo meñique por uno de sus orificios y yo tan “libre” y prisionera a la vez. Qué ironía, muy a pesar de nuestras alas no podíamos volar ni estar donde cada una hubiera querido.
La primera ocasión que ví volar una ave de este calibre me trasporte a los tiempos en que abundaban en él México prehispánico, donde el emperador y sus secuaces eligieron sus preciadas plumas para confeccionar la joya que ahora mismo es exhibida en tierras ajenas, admirada por extranjeros y los pocos compatriotas que están muy por encima de la media, que le es posible viajar a tierras tan lejanas y ser deslumbrados por tal belleza. Cuánto daría por una sola de las plumas de su cola.
Cuánto daría por sentir en carne propia esa danza dentro de mí, el vaivén del aire sobre mis plumas, el sonido de la selva rugiente, feroz, presente; las miradas de codicia, anhelando poseer ese poder que te da el sentirte única, auténtica, tal como yo soy.
