Marta siempre tuvo la sensación de que cosas a su alrededor, de alguna forma, no estaban en su lugar. A veces su realidad le parecía como un lugar demasiado grande y ruidoso, lleno de gente que no la veía o la veía demasiado, personas a veces con rostros tan parecidos que era difícil distinguirlos o de objetos que, en el fondo, le parecían tener vida propia. Había momentos, incluso, en los que sentía que el suelo temblaba bajo sus pies, como si todo a su alrededor estuviera esperando a caerse o quizá ella caería en un hoyo que se abriría de repente en el piso.
Era una tarde nublada cuando Marta salió a la calle sin los audífonos para escuchar la música que tanto amaba, pero que había aprendido a dejar en casa. No era por nada, no no. Ella se había convencido de que si los usaba, algo pasaría. Un coche podría patinar a toda velocidad y ella no oiría el frenazo. El estrépito de un accidente sería la última sensación que tendría, y, como siempre, ella estaría distraída en su propio mundo. “No, eso no me pasará, pero por si acaso” se decía.
Cada paso que daba en la acera estaba marcado por un susurro de inquietud, como si algo o alguien pudiera estar observándola en cada esquina, detrás de cada ventana, esperando el momento exacto en que ella bajara la guardia. No había pruebas de ello, claro, pero ella siempre prefería estar atenta, “por si acaso”. Así lo hacía desde niña: el miedo a lo invisible era su compañero.
En la cocina, el ritual era casi el mismo. Cada ingrediente que utilizaría lo colocaba con sumo cuidado sobre la mesa antes de cocinar -claro, ingrediente o utensilio procedente de una lista previamente escrita-, no porque le gustara el orden, sino porque si no lo hacía, algo inexplicable ocurriría: el frasco de aceite podría desaparecer cuando lo necesitara o, peor aún, el cuchillo con el que cortaba las verduras podría decidir desaparecer en un segundo, como si tuviera voluntad propia. Marta no creía que los trastes cobraran vida, claro, pero había aprendido a respetar sus hábitos, como si esos pequeños rituales pudieran protegerla de un caos aún mayor.
En el supermercado, se sentía como una especie de espía. Su carrito de compras era su único refugio en medio del caos de las estanterías y los pasillos abarrotados. Cuando se distraía con el teléfono, sentía que alguien, en las sombras, podía aprovechar la oportunidad para llevarse su carrito, las tortillas, las pastillas ya pagadas de la farmacia podían ser el blanco de un ladrón que se deslizaba entre los estantes. “Mejor dejo el celular para estar atenta, por si acaso” – se decía.
Si de algo estaba segura era de que había ciertas cosas que nunca debía decir en voz alta, especialmente cuando se trataba de negocios. Su experiencia en ventas le había enseñado que el simple hecho de mencionar un prospecto o un proyecto antes de cerrarlo podía hacer que todo se desmoronara. La superstición era una amiga fiel en su vida; un simple comentario podía hacer que el contrato se esfumara, como si el aire lo hubiera absorbido.
En su casa, cada compra de ropa se volvía un proceso largo y meticuloso. Nada de ponerla inmediatamente en el armario. No, Marta prefería dejarla en su bolsa, bien cerrada, durante unos días en la zotehuela. “Que se vayan los virus, las bacterias”, murmuraba mientras se alejaba de la bolsa como si fuera una cápsula del tiempo. Luego, con dos lavadas intensas, podía estar segura de que la prenda era “segura”.
Marta sabía que sus comportamientos no eran del todo racionales, pero eran su forma de encontrar orden en un mundo que, a veces, parecía estar al borde de la locura. Nadie entendía por qué se tomaba tantas precauciones, por qué se envolvía en una red invisible de pensamientos que la mantenían cautiva, pero ella no podía evitarlo. Así era ella, atrapada entre la necesidad de control y la inseguridad de lo que no podía ver.
Un día, conoció a Miguel y mientras paseaba por la calle junto a él, Marta se detuvo un momento y se dio cuenta de algo extraño: ya no sentía que algo o alguien la estuviera mirando. No fue un alivio, ni una sensación de vacío. Fue simplemente… paz. Por primera vez en mucho tiempo, sus pensamientos se aquietaron.
Y quizás, pensó, lo que le pasaba era lo que todos los demás sentían, pero de manera diferente. Quizás el mundo no estaba realmente tan fuera de control. Tal vez, solo tal vez, los pensamientos irracionales se silenciaban si tenía un compañero.
Con una sonrisa ligera, Marta guardó el contacto de Miguel y siguió su camino, un paso más cerca de aceptar que, en el fondo, todo estaba bien, incluso si no todo tenía sentido.